Darle muerte lenta a la democracia asegurará la impunidad y el silencio a las élites predatorias que, dentro o fuera del Estado, usan todos los recursos disponibles a su favor. Para lograr este objetivo, requieren desactivar los frenos que les impiden hacerlo: la justicia, los controles cruzados y, al final, la prensa. El único mecanismo de autocorrección democrática que les queda por neutralizar.
Esta élite predatoria evidencia su existencia al aplicar un método basado en el amedrentamiento mafioso. Primero, ofrece incentivos económicos a medios, periodistas y voceros para disciplinarlos mediante transferencias constantes y amables. Eventualmente, se considera la compra de estos medios de comunicación, tanto digitales como tradicionales, pues esta élite es hábil en el manejo financiero y busca optimizar los recursos.
Cuando no logra doblegar las voluntades, se desata la metodología de inactivación mediante hostigamiento comunicacional y fiscal. Así como ofensivas que se concretan en el ámbito judicial, acompañadas de ataques personales directos y de amenazas directas a sus círculos más cercanos. Todo vale cuando se trata de neutralizar a medios de comunicación y periodistas incómodos por exponer la verdad tan nefasta para sus intereses. En Ecuador, la compra de medios digitales y de radios por actores vinculados al partido de gobierno, el hostigamiento fiscal y comunicacional a diarios críticos y la ofensiva judicial contra millonarios prófugos o intocables dibujan un mismo patrón. Aquí, quienes demuestran ética profesional lo pagan en precariedad, persecución e incluso con sus vidas.
Hoy podemos ver cómo el libreto se ejecuta con éxito (a diferencia de la política pública). Un asambleísta suplente del partido de gobierno compra un medio digital y una radio; los recursos de comunicación oficiales se concentran en medios dóciles y convertidos en vocerías informales del régimen. De hecho, ya no importa guardar las formas; se les nombra ministros o se les otorga representación diplomática en embajadas. Estos actos no son inocentes; en la práctica, aseguran a la élite gobernante un coro y no un contrapunto.
Al otro lado del tablero, al único diario nacional que mantiene una línea crítica se lo acosa mediante el aparato fiscal y comunicacional: auditorías selectivas, filtraciones de información tributaria y videos oficiales que lo acusan de lavado de activos. La práctica no discute la investigación periodística; ataca a quien se atrevió a publicarla.
En paralelo, millonarios prófugos o “intocables” recurren a otra arma silenciosa: la justicia convertida en un instrumento de amedrentamiento. Demandas por “daño moral”, contravenciones al honor e incluso amenazas abiertas contra periodistas y sus familias. El mensaje que envían es que nombrar ciertos apellidos cuesta caro.
Las apariencias importan mucho porque a la élite le gusta ser recibida entre “la gente de bien”. Entonces, mientras acosa, deja acosar. El Estado se declara preocupado por la seguridad de los periodistas, sin importar que haya dejado desfinanciado el único instrumento diseñado para protegerlos: el Mecanismo de Protección de Periodistas.
Nada de esto funciona sin público. La metodología de asfixia sería menos efectiva si dejáramos de regalar atención a espectáculos montados para destruir reputaciones y blindar intereses. Cada vez que compartimos un montaje de noticias falsas, que damos clic en portales alineados con el poder, que operan más como bots que como medios, mientras ignoramos el trabajo de quienes sí investigan y participan, aunque no lo admitamos, en esa labor de darle muerte lenta a la democracia. No es solo lo que hace la élite; es lo que consumimos y amplificamos.
Asfixiar a la prensa es el objetivo. Las élites predatorias lo saben y, por eso, sin reparos, compran, premian, persiguen y demandan hasta dejar sin aire a quienes todavía investigan. Esto no se relaciona con sensibilidades heridas en las redacciones; tiene que ver directamente con nuestro derecho a saber quién decide, con qué dinero y para beneficio de quién.
Defender a la prensa y a los periodistas cuando sufren estos ataques no constituye una opción más; no podemos permanecer indiferentes ante lo que sucede en silencio delante de nuestros ojos; defenderles es defender nuestro propio derecho a saber. La democracia no muere de tiros en la cabeza, sino de la suma de silencios que aceptamos como normales mientras, poco a poco, se deshacen del periodismo.
