Nunca me ocupó, menos aún me preocupó, mi realidad de mujer, es decir, la de haber nacido, crecido y vivido como lo que soy, una mujer como otras, un ser de seso y sexo femeninos que no se pregunta sobre si sí o no, ni sobre si hubiera sido mejor o peor, si quizá, si por qué, si para qué.
He vivido encantada mi condición, quizá porque he gozado del lujo de poder ignorarla. Me he ocupado más del sentido de ser un ser humano que experimento a cada paso en mis logros y en mis equivocaciones, en mis alegrías y tristezas —cuántas gracias tengo que dar a la vida, porque estas últimas fueron siempre olvidables, no llegaron a desbordarme y he podido seguir experimentando, que esto es vivir en relativa plenitud, esa que nadie alcanza de manera total porque, además, cada uno tiene su propia capacidad de soportar el fracaso y el éxito y de llamarlos así, porque la palabra es lo que se impone, la palabra, la música, la belleza, el amor.
Vivimos plenitudes y derrumbamientos y pronto estaré a su puerta, si no lo estoy ya, pero mientras tenga la palabra sentiré que permanezco y agradeceré que mi duración tenga un sentido: el de comunicar.
Esperaba escribir otra cosa pero, habiendo comenzado, me siento obligada conmigo misma a hurgar en el porqué de esta especie de dulce indiferencia existencial que me ha permitido vivir, no sin preguntarme, ciertamente, pero sí, sin sentirme más ni menos, mucho o poco, más allá o más acá.
Al pensarlo, me doy cuenta de que esta manera de ser y quizá de no ser, empezó sin duda, en mi infancia. Me retrotraigo a ella, de donde saqué las más bellas y tristes experiencias:
Mi primer recuerdo nítido es el de mis tres años dulcemente cuencanos. Los viví en el departamento bajo, con patio y amplio lavadero, de la ‘casa de arriba’, entre cuyas piedras crecía el musgo, ese misterio. En una amplia habitación, que habría podido ser sala y comedor a la vez, mi madre, trabajadora incansable, tenía un taller de costura. Enseñó a coser a muchas muchachas cuencanas, por las cuales la señora Alicita, llena de simpatía, de gracia y de bondad, se hacía querer y respetar. Mi padre era un hombre bello y bueno.
Los cajones de las máquinas de coser eran auténtico misterio; en ellos había de todo, además de los ordenados carretes de hilo y los dedales indispensables, pues no solo se cosía a máquina —conservo la querida Sínger aún; yo vivía buscando en lo que hubiera en la sorpresa de cada rincón.
Un día encontré una preciosa bola de porcelana blanca con líneas verdes, que recuerdo como si la viera hoy, y de pronto, según me contaron y según yo puedo aún evocar débilmente, yo saltaba en el patio y quería gritar y no podía, hasta que alguna de las costureras salió, me vio, gritó: ¡algo le pasa a la chiquita!
Acudieron todas, y veían impotentes lo que era para ellas mi desesperación. Ese instante se oyó sonar la aldaba de la puerta de entrada; acudieron a abrir y mi tío Hernán Cordero Crespo, que ‘pasaba a saludar’, al ver la agitación en el patio y constatar, ante la impotencia general, que estaba a punto de ahogarme, metió la mano en mi boca y con el índice tocó y empujó algo duro hacia adentro. Así me salvó, como recordaría mucho más tarde con ternura y amor.
Recuerdo, hacia mis cuatro años, las fiestas en casa de los abuelos, la tan querida ‘casa de abajo’ de la Gran Colombia, frente con frente, como decíamos entonces, a la Escuela Central; el inmenso patio de adelante rodeado de pilares con macetas de corazón de fuego; las baldosas en rosetas rojas, azules, amarillas, la tronera casi secreta del centro del patio en cuyo barro nos encantaba hurgar, y su enorme espacio, donde el abuelo Rafael nos entrenaba en la gimnasia y desde el cual, atravesando el zaguán donde hoy veo con dolor que caben dos escaparates grandes de joyería a lado y lado, solía llamar el Atacocos, ese mendigo que llegaba precedido, extrañamente, por uno, dos o tres cortapelos —así llamábamos a las libélulas, esos insectos grandes a los que aprendí a amar en el incomparable verso de Darío: la libélula vaga, de una vaga ilusión”.
El Atacocos cantaba y hablaba y llamaba, y sin cansarse era, a la vez, para nosotros, gozo y miedo…
Pero volvamos a la fiesta, donde las primas Ruth y Lía cantaban bellamente a dúo. Alicia, mi hermana, tocaba el piano en la amplia y bella antesala; sobre el piano pendía de la pared, un gran espejo.
Todo era alegría y vida cuando empezó a sonar el Danubio azul… De pie a la puerta de la antesala, invadida por la fuerza y la belleza de la música, habiendo visto y oído todo lo que pasaba, me lancé, tomando con cada mano el vuelo de mi vestidito celeste bordado por mamá, y comencé a bailar. Soltaba despacito la falda, la elevaba y la movía a izquierda y derecha, luego alzaba los brazos y los movía armoniosamente, a un lado y a otro lado; daba vueltas sobre mí misma y sentía el vuelo de mi falda, su gracia, su alegría… Llena de gozo, bailé, bailé y bailé, mientras Alicia, al ver mi insistencia, seguía tocando y yo me veía en el espejo, y el público amplio siempre, pero entones mucho más numeroso, presidido por abuelos, tíos y primos mayores, aplaudía ¡La chiquita!, ¡la huahua! ¡qué gracia, qué donaire!, ¡¿dónde aprendió, si todavía no va al jardín?! Todo era alabanzas y gozo, y yo oía, y oía.
De repente, la tía Carmen Amelia se acercó a mí y me tomó ásperamente del brazo derecho para detenerme con sus dos inolvidables ¡suficiente, hijita, suficiente!
Todo calló, entonces: la música, el ruido de la conversación, la admiración y el gozo que creía haber contagiado a todos, lo que en un instante de música fue alegría inmutable, constancia de mi ser, pasó, dejó de ser y viví y sentí en un instante golpearme la inmensa fuerza de éxito y fracaso.
Fue lección para siempre. No sé si alguien lo supo, pues las primas, mamá, las personas mayores volvieron a lo suyo. Yo también…, y aprendí que lo mío era eso, el gozo, la contradicción, el éxito, la duda, la vida, la dulce vida, en fin.
Para terminar, evoco la exclamación que José Gabriel, mi nieto más pequeño, hijo de Amelia, agotado de cansancio al haber subido a la montaña, pronunció intenso, feliz, cansado y triunfante: “Ma, yo le subestimé al Corazón…”
Quizá esta expresión sea aplicable a muchas vidas; es, por supuesto, aplicable a la que aún siento en mí, pero con el corazón escrito con inicial minúscula y entre signos de interrogación: ¿subestimé al corazón?
