martes, diciembre 16, 2025
Ideas
Yalilé Loaiza

Yalilé Loaiza

Periodista y profesora universitaria

Verdugos sin humanidad

Esos padres han tenido que saber lo más insoportable: que lo último que sintieron sus hijos no fue protección, ni consuelo, ni compañía. Fue miedo. Fue dolor. Fue brutalidad.

Escribir esto es insoportable. No encuentro otra palabra. Es insoportable la crueldad, insoportable la impunidad, insoportable el modo en que el país ha debido enterarse, pieza por pieza, de cómo fueron tratados cuatro niños de Guayaquil antes de ser asesinados.

Los detalles revelados en el juicio del caso Las Malvinas y recogidos por medios como Ecuavisa y Diario Expreso no forman parte de una película de terror ni de un expediente militar de otra época. Son hechos relatados por soldados ecuatorianos, por peritos, por testigos que vieron, escucharon y grabaron cómo Nehemías, Ismael, Josué y Steven fueron golpeados, humillados y reducidos a objetos de castigo en manos de quienes debían protegerlos.

El perito que participó en la reconstrucción de los hechos lo dijo sin adornos: los niños fueron golpeados en la cabeza con los puños, azotados con palos y correas, pateados, obligados a arrodillarse con las manos detrás de la cabeza, desnudados mientras escuchaban insultos racistas: “Negros”, “ladrones”, “cabrones”.

No eran criminales, no eran adultos armados, no eran enemigos. Eran niños

El relato duele. Duele porque es cierto. Duele porque incluso lo grabaron.

Un soldado admitió haber filmado durante varios segundos los golpes que sus compañeros les propinaban en el balde de una camioneta, la noche del 8 de diciembre de 2024. Otros testigos recordaron que el teniente John Zabala España pisó con su bota el cuello de Steven, de 11 años, mientras grababa con su celular. Y que ese mismo oficial tomó una correa y azotó entre 20 y 30 veces al más pequeño.

Pensar en esa escena rompe el corazón. En medio de los correazos, del miedo, de los llantos, las súplicas para que se detuvieran no significaron nada para quien los castigaba en nombre del Estado.¿Cómo se tortura así a un niño de 11 años?

¿Cómo es posible que ni los gritos ni el llanto de un niño detuvieran la brutalidad?

¿Cómo se rompe la humanidad hasta convertir a un niño en un cuerpo que se golpea y no en una vida que se protege?

¿Por qué ese ensañamiento contra ellos?

La evidencia recogida por las autoridades confirma que a los menores los humillaron, los golpearon, los insultaron, los obligaron a arrastrar un tronco desnudos, bajo la amenaza de armas cargadas. Uno de los soldados relató que un oficial disparó al suelo a cincuenta centímetros de la cabeza de Steven mientras lo acusaba de ladrón. Otro contó que escuchó los quejidos, que pidió que pararan, que dijo “ya párele”, y que la respuesta fue una orden aún más cruel: “Que se quiten la ropa”.

En medio de ese camino desolado hacia Taura, entre la maleza y la oscuridad, un subteniente pronunció una frase que debería perseguirnos como sociedad: “Hemos llegado al lugar donde van a morir”.

Y mientras todo esto se discutía en una sala judicial, mientras peritos describían fracturas, impactos de bala, restos calcinados, mientras los testigos hablaban de correas, de llaves de lucha, de puñetazos y de terrores nocturnos, hubo un silencio que se volvió insoportable: el de los padres.

Los padres de los cuatro niños no solo vivieron la angustia de la desaparición, el dolor del asesinato y la desolación de reconocer a sus hijos por lo poco que quedó: restos calcinados, fracturados, irreconocibles. También cargan con el silencio devastador de sus casas, sin el amoroso caos que solo los niños, corriendo, riendo y soñando, pueden llenar. Y, como si eso fuera poco, han debido escuchar cada detalle de la tortura con el corazón convertido en ruinas, enfrentar argumentos que buscan justificar que les arrancaron una parte del alma con una crueldad inimaginable.

Esos padres han tenido que saber lo más insoportable: que lo último que sintieron sus hijos no fue protección, ni consuelo, ni compañía. Fue miedo. Fue dolor. Fue brutalidad.

Además han debido ver cómo algunos –incluyendo a ministros, oficiales y aplauadidores oficiales– intentaron ensuciar la memoria de sus hijos con el relato cobarde de que eran ladrones.

Los cuatro jugaban fútbol. Tres eran adolescentes, uno tenía once años.

Steven asistía a catequesis, participaba en programas sociales, era líder natural, soñaba con ser futbolista y amaba a los superhéroes. Ismael era jugador federado, talentoso, disciplinado. Josué era un estudiante dedicado, con cuadernos impecables y calificaciones altas. Nehemías cantaba, sonreía, llenaba cada espacio con música.

Este caso derrumba otra mentira: no fueron asesinados por lo que eran, sino por lo que representaban para quienes los detuvieron: vulnerabilidad absoluta.

Es ahí donde nace el miedo que no me atrevo a decir en voz alta y que me cuesta escribir, pero que siento en la piel: el miedo de que otros niños, con otros nombres y otros sueños, puedan correr la misma suerte. El miedo de que la deshumanización se repita. De que la bota vuelva a caer sobre otro cuello pequeño.

Para torturar así a un niño hay que haber perdido todo: la empatía, la conciencia, la vergüenza. Para “boxear” con un adolescente, como relató la Fiscalía, hay que haber cruzado una frontera moral de la que ya no se regresa. Para abandonar a cuatro menores en un cementerio natural, desnudos y aterrados, hay que tener el alma fracturada.

Los cuatro niños de Las Malvinas merecen justicia. Merecen verdad. Pero también sus memorias merecen algo que este país les negó: humanidad.

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