domingo, diciembre 21, 2025
Ideas
Fernando López Milán

Fernando López Milán

Catedrático universitario. 

La política, una forma del crimen; una lectura de Tito Livio

Al parecer, es muy difícil que la política se practique sin el sostén del crimen y la violencia. Muchos de los grandes héroes y políticos no han sido más que criminales.

Desde la antigüedad, los filósofos han defendido la idea de que la política es una actividad virtuosa, cuyo objetivo es realizar el bien común. Se trata, claro está, de un ideal que miles de años después no ha llegado a concretarse. La política actual, especialmente en países como el nuestro, en lugar de acercarse a este ideal se aleja cada vez más de él.

En la realidad, la violencia y el crimen, no la virtud, han acompañado a la política a lo largo de la historia. La fundación de Roma, tal como nos la cuenta Tito Livio, es producto del parricidio, y la posterior deificación de Rómulo, el parricida, la prueba de que desde siempre la política ha prevalecido sobre la moral. Dominados por la ambición de poder, hombres y mujeres no dudan en acabar con la vida de sus propios padres si eso les permite alcanzarlo. Y después de cometido el crimen, como afirma el historiador romano, ya están pensando en el siguiente.

El último rey de Roma fue Lucio Tarquinio, El Soberbio, quien, como Rómulo, llegó al trono gracias al crimen, que, en su caso, fue el asesinato de su suegro el rey Servio Tulio. La historia es la crónica del crimen y la guerra y la evidencia de que los objetivos políticos solo pueden alcanzarse con el apoyo de la fuerza. Sin esta, afirma Tito Livio, la cólera resulta impotente y la majestad no puede sostenerse.

Que un Estado se gobierne por la ley supone que el poder de los gobernantes esté perfectamente limitado. Mientras en la monarquía —régimen basado en la voluntad del monarca—, el rey puede favorecer y perdonar a los súbditos —aunque al hacerlo contraríe la ley—, en la república la ley debe imponerse a la voluntad personal. La ley, esa “fuerza sorda e inexorable” (Tito Livio, p. 123) que no admite miramientos ni indulgencias y que, por eso mismo, resulta más ventajosa para los débiles que para los poderosos, a los que dicha fuerza —que es un límite— les estorba.

Sin embargo, el orden político, incluso si se trata del republicano, está sujeto a los constantes vaivenes de la actitud del pueblo —siempre suspicaz y afecto a hacer acusaciones sin fundamento—, que pasa rápidamente del favor a la aversión. La gloria del hombre público se convierte enseguida en impopularidad y el que sobrevive a la gloria queda expuesto al odio. Mejor resulta renunciar a la gloria, aun si esta es merecida, pues el que renuncia a ella en el momento oportuno obtiene más de lo que perdió.

A este respecto, Tito Livio cita las palabras del cónsul Publio Valerio, quien, ante la muerte de su colega de consulado en la batalla contra los etruscos, fue acusado de querer convertirse en rey, un anatema en la Roma republicana. “¿Es que nunca —dijo— virtud alguna va a ser a vuestros ojos probada hasta el punto de ser impermeable a la mancha de vuestras sospechas?” (Tito Livio, p. 130).

En las situaciones de conflicto entre las distintas clases de ciudadanos de un Estado, cada una de las facciones en pugna acostumbra tirar para su lado. El resultado de este tira y afloja es el desmembramiento del Estado, pues, en el extremo del conflicto, los bandos enfrentados no luchan para mantener su integridad, sino para ver en manos de quién queda.

Al parecer, es muy difícil que la política se practique sin el sostén del crimen y la violencia. Muchos de los grandes héroes y políticos no han sido más que criminales. Aníbal, el general cartaginés que estuvo a punto de someter a Roma tenía, según Tito Livio, “una crueldad inhumana, una perfidia peor que púnica, una falta absoluta de franqueza y honestidad, ningún temor a los dioses, ningún respeto por lo jurado” (p. 18).

¿Es la política, entonces, una forma más del crimen; el crimen formalizado? ¿Será, acaso, y para siempre, el polo opuesto a la moral? No lo sabemos a ciencia cierta, todavía no; pues, aunque los esfuerzos por separar el crimen de la política han resultado infructuosos en la mayoría de países, incluido el nuestro, en unos pocos se ha logrado separar —nunca totalmente— los dos ámbitos.

La política nace manchada por el pecado original. El crimen, la violencia, la corrupción, el engaño forman parte de su naturaleza. Hombres de distintas épocas han tratado de cambiarla pero, como afirma Tito Livio, los hombres por lo general son incapaces de soportar sus vicios tanto como sus remedios.

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