A la exorbitante importancia de las ideas acerca de Dios en la configuración de saberes y sociedades llegué años después de encontrarme con la historia del “luterano de Riobamba”.
Quien pudo haberse imaginado muriendo en su propia ley, pero nunca, cabe suponer, ni en sus sueños atormentados ni en sus frondosos delirios persecutorios, que su cabeza habrá de ser repudiada a lo largo de siglos, no por el crimen que cometió sino por el que cometieron contra él, a fines del XVI, durante la celebración de una homilía en la catedral de la ciudad. Más precisamente el momento de la consagración, cuando “el luterano” se abalanzó contra el cura que elevaba la hostia pero su ataque fue repelido por feligreses chapetones y criollos que lo decapitaron con sus espadas, en el acto. Dijeron que la sangre afloró una vez retirado el cadáver del templo y llevado a la plaza mayor. El Presidente de la Audiencia de Quito ordenó, entonces, que el occiso fuera ahorcado (váyase a saber si lo consiguieron con un acéfalo), se le arrancara la lengua y se le incinerara, pues, siguiendo tradiciones inquisitoriales, la muerte no exoneraba del castigo por delitos de hechicería, apostasía y sacrilegio.
El embate del “luterano” quizás fuera el desenlace de una trama iniciada en Europa tiempo atrás, cuando un galeno austríaco de nombre Sibelius Luther cometiese un crimen pasional y decidiese huir a América[1]. La villa de Riobamba era el lugar propicio para esconderse, ensimismado y desconectado del mundo. Para mayor seguridad, o por falta de dinero, o por ambas causas, no escogería vivir en la aldea, sino en una cueva cercana.
Dice la crónica que era espigado, de piel muy blanca y pelirrojo, que hablaba un castellano con acento alemán, que coleccionaba mariposas y sabandijas y que bogaba bajo el resplandor del plenilunio sobre las frías aguas de la laguna de Colta. Las murmuraciones a que sus rarezas dieran pábulo se irían convirtiendo en sospechas según el ermitaño fuera ofreciendo ayuda médica a indios y menesterosos; y acto continuo en odio, tras rumorearse que nadie lo había visto acudiendo a una misa.

La mirada de los lugareños iría transformando al forastero Luther, el otro, en protestante blasfemo y la convicción se reafirmaría en la proximidad sonora de su apellido con el de Martín Lutero. En consecuencia, el prior de la catedral dispondría la excomunión del réprobo, su lapidación y prohibiría que se le venda o regale alimentos. Su condición física y mental se iría deteriorando, como se tornase un paria andrajoso y lunático. Habría amenazado con vengarse de la infamia y dado curso a su rencor casi el mismo instante en que le sobreviniese la muerte.
Se me revelaba, a la sazón, un inmenso y anémico orbe religioso, del cual formaba parte la extraviada ciudad de los sesenta, tan ajena a las efervescencias del mayo francés.
El caso llegará a tener resonancias en el mundo colonial de la época como para despertar la atención del Rey Planeta, Felipe IV de España, quien, conviniendo en reconocer lo valeroso y fiel al catolicismo que se encontrase en el acto homicida, premió al cabildo riobambeño concediéndole un escudo de armas mediante Real Cédula que engrandeció a la villa con los títulos de “muy noble y muy leal”. El blasón muestra dos espadas desenvainadas y enlazadas por las llaves de San Pedro, hundiéndose en la cabeza del “luterano”.
Un emblema del odio y la intolerancia que aún preside las ceremonias públicas de la ciudad, pintiparado en su nostalgia colonial, pese a que la antigua urbe, con su catedral del crimen, desapareció a fines del siglo XVIII, arrasada por uno de los peores cataclismos del Virreinato neogranadino. La permanencia del símbolo encajaba con el hecho de que Riobamba aún era, en los años sesenta del siglo pasado, cuando yo cursaba en ella la educación básica, comarca de cerriles creencias y prácticas religiosas, discretamente cómplices, en ocasiones abiertamente, del desprecio y la explotación a los indígenas en latifundios colindantes, circunstancias que tornaban imperativo preguntarse por qué Dios permitía los atropellos y el sufrimiento.
Andando los años entendí, alfabetización mediante, que la decapitación del “luterano” no fue un caso fortuito de paranoia colectiva y violencia, legitimado y respaldado por un Estado integrista[2], sino la variación de una conducta mundializada que alcanzó las peores simas en los procesos de “caza de brujas” que se vivieron en Europa y Norteamérica entre los siglos XVI y XVIII. Y buscando respuestas a las preguntas de adolescencia en torno a la fe advertí que eran inevitables allí donde se presentasen incongruencias entre doctrina y realidad, ¿cuándo no?, y me percaté que interrogantes suscitados en estas habían desembocado en añejos laberintos filosóficos. Se me revelaba, a la sazón, un inmenso y anémico orbe religioso, del cual formaba parte la extraviada ciudad de los sesenta, tan ajena a las efervescencias del mayo francés. Un mundo cuyas cumbres, fracturas y miserias aún laten en el espíritu de la contemporaneidad y en aristas de las sociedades actuales, aunque su presencia pase desapercibida y viaje de incógnito.
Aguijoneado por el recuerdo de aquellas vivencias, relatos y pataleos, y por el ánimo de entenderlos, fui escribiendo el libro ahora en manos del lector. Empero, su contenido y propósito originales cedieron paso a aquellos que emergieron durante las indagaciones y terminaron por imponerse con escasa atención a los deseos errabundos.
Diré, tomando tierra, que este no es un libro sobre historia de las religiones, ni mucho menos, comparada; sin embargo, también lo es, en modesta y sopesada medida. Los dioses religiosos son marca de los eco sistemas culturales, aunque ocasionalmente los han trascendido. Su existencia cobra cuerpo en tótems, imágenes, leyendas, ritualidades, revelaciones, profecías, promesas y escrituras sacras, construidas con referencia a sueños y desvaríos, bondades y depravaciones humanas; es emocionalmente suscitadora y se encamina, aunque no siempre, a reglar el comportamiento de los devotos amparándose en el poder mistérico endilgado. Debido a su variopinta extroversión y al discurso moralizador que las envuelve, no a todas, etiqueto a estas divinidades de “ostensibles”, pero además con el ánimo de provocar un claro e inmediato contraste con la “diosa secreta”. El “dios religioso”, vocativo genérico de aquellas, forma el eje vertebrador de las creencias, un universo que en su momento Kant desplazó del ámbito de la “razón pura” y Kierkegaard estimó, alineándose en la secularización, como un asunto de la “interioridad apasionada” de cada devoto. Entre las divinidades religiosas, de número incalculablemente grande[3], descuella el dios judaico, Señor de los Ejércitos, sulfúrico, altitonante, celoso, vengativo, homófobo y misericordioso (a un tiempo capaz de convertir en estatua de sal a la mujer que mira), criogenizado en la letra de la Escritura, y cuya formidable diseminación carmesí hace inevitable el encuentro con su estela.
El propósito de este ensayo es hacer patentes dichas incidencias, pero no solo en el ámbito religioso sino fuera de este, en la organización social pautada por él y en el propio pensamiento filosófico y científico.
El libro a disposición del lector versa, a contravía de la estática religiosa, sobre Dios como destino del análisis lógico y de sus límites, como criatura con atributos controvertibles, mutantes, paradójicos, incluso desprovista de todos, es decir como materia de la escenificación y el tratamiento filosófico, y sobre las religiones, en cuanto los desarrollos y cambios en la forma de mirar filosóficamente a la divinidad y a nuestro vínculo con ella, las han impactado y desafinado.
Así pues, el propósito del ensayo es hacer patentes dichas incidencias, pero no solo en el ámbito religioso sino fuera de este, en la organización social pautada por él y en el propio pensamiento filosófico y científico. Más que a un orden de causalidad lineal, apunta a uno de causalidad recíproca, al entretejido en el cual las modificaciones se alimentan entre sí.
Una inquietante presencia levita en todas: el ente que se interroga por Dios, obedeciendo a su perplejidad.
Y al discurrir sobre Dios como objeto de la filosofía me pareció importante diferenciar, por razones analíticas más que históricas, dos tipos de reflexiones:
Por un lado, aquellas que tomaron distancia de creencias y cultos religiosos, y concibieron a la divinidad con independencia, a ser posible, de distintivos y conductas humanos y buscando entender el origen y el funcionamiento del universo o, expresado en su más pura e inefable amplitud, la existencia del “Ser”. He denominado a esta divinidad “diosa secreta” (el término en masculino fue usado por Nietzsche con el significado de la “cosa en sí”, en Más allá del bien y del mal), apelativo con el cual pretendo destacar su invisibilidad enigmática, su radiante silencio constitutivo. También ha sido llamada con el término “dios filosófico”, empleado en el siglo XVII, o con otros nombres culturalmente arraigados. Su irrupción en la historia del pensamiento llegará a ser decisiva para la aparición del concepto “ley de la naturaleza”. La clarividencia de este enfoque seglar de la divinidad, la conjuración de su hechizo, es mérito de Jenófanes, Heráclito, Lucrecio Caro y, con holgada diferencia de siglos, de Benedictus Spinoza, filósofo, junto con Gottfried Leibniz, de la Modernidad alternativa, aquella que no llegó a prevalecer porque se impuso la física cartesiana. (A propósito de Spinoza, en el exordio del ensayo lo he imaginado en su lecho de muerte escribiendo una brizna de sus memorias, simplificadora osadía de la cual me he valido para, intentando sentirlo vivo, transmitir una semblanza de su tiempo, sus influencias intelectuales y su magnético aporte[4]).
Por otro, el pensamiento que conceptualiza al dios religioso, ostensible, razonando sus propiedades, o teología propiamente dicha[5]. Nacida de la visión de Dios presente en la Escritura, como apologética de la divinidad y exégesis bíblica, se encaminará por senderos distintos y a la postre convergentes (en la escolástica): la formación, durante la Alta Edad Media, de una doctrina de la fe y la conducta, en principio direccionada al consumo de la cristiandad; y la factura, en la Edad Dorada del mundo islámico, preocupaciones coránicas de por medio, de una fecunda cosmovisión filosófica alejada del dogmatismo. Desde sus orígenes en el judaísmo alejandrino, la teología así concebida se forjó amparándose en los grandes filósofos helénicos -lo que Adolf von Harnack, denominó la “paulatina grecización del cristianismo”-, principalmente Platón y Aristóteles, en cierto modo sus precursores porque las ideas de la divinidad elaboradas al interior de sus metafísicas, no estuvieron exentas de presunciones tales como la creación del mundo (Platón) o la perfección divina y la inmortalidad del alma (Platón y Aristóteles), en razón de lo cual se puede aseverar que la diosa secreta visualizada por pensadores de su enjundia, navega, a través de la historia, entreverándose con narrativas religiosas, lo que hace fracasar cualquier intento purista de delimitación.
El físico Freeman Dyson ha aseverado que la ciencia se originó en la fusión de dos antiguas tradiciones: el pensamiento filosófico griego y los oficios especializados del Medioevo.
Un empeño como el señalado —patentizar el dinámico entretejido formado por visiones filosóficas de Dios, religiones, sociedades, pensamientos y saberes—, luce tan ambicioso que su realización podría llevarle a uno varias vidas; se impuso, pues, acotar el vagabundeo. ¿Bajo qué criterios? Respondo mencionando la utilidad social que espero albergue el libro, proveniente del interés por la historia actuante, aquella capaz de tocar las puertas de la contemporaneidad y ofrecer siquiera el buqué de algunas de sus más llamativas inquietudes intelectuales, cuando se miran desde sus añejos precedentes. Resumo a continuación cuáles son los principales focos de atención y los hilos argumentales que, nutridos de ese interés, se hallan a lo largo del texto:
- La relación entre religión y ciencia. Desde cierto punto de vista entre ellas media un abismo debido al carácter dogmático de la primera y a sus inabarcables violencias en contra de lo que considerase hostil a sí misma. La ciencia surgió, para este enfoque divisivo, como una tabla de salvación, una luz que disipó las tinieblas y liberó a la humanidad de sus prejuicios. El físico Freeman Dyson ha aseverado, enfilándose en tan elogiosa perspectiva, que la ciencia se originó en la fusión de dos antiguas tradiciones: el pensamiento filosófico griego y los oficios especializados del Medioevo. Pero hubo algo más, un fondo oscuro donde germinó la luz, unos “tanteos sonámbulos” –Koestler- para salir del fango, meritoriamente heurísticos, a los cuales he prestado singular atención: las ensimismadas elucubraciones teológicas y metafísicas de los antecesores y fundadores de la ciencia moderna que, inervadas en la filosofía árabe clásica, la escolástica y la posescolástica, han de marcar, por distanciamiento y crítica, su derrotero epistemológico. Así, la ciencia surge en la Modernidad como un desprendimiento de dichos constructos, nunca concluido en el interior de la misma sino fuera, al colapsar la objetividad clásica entre los torbellinos de la relatividad y de la mecánica cuántica, paradigmas que instalaron, a mi ver, la Posmodernidad en el enfoque filosófico de la ciencia.

Liberado de su tutela, o así creyéndolo, el espíritu científico ejercerá, por su parte, un potente influjo sobre la propia religión, su institucionalidad y sobre la forma moderna de concebir el mundo. Tratando de entender cómo la Modernidad ha sido configurada por esta relación problemática, he dado una ronda por tres de sus grandes capítulos: la forma con que la Iglesia católica enfrentó a la nueva astronomía y a varios de sus exponentes (Copérnico, Bruno y Galileo); la continuidad del monoteísmo judaico en el enfoque de la física clásica, particularmente en la formación de la “verdad objetiva” y del espacio y el tiempo absolutos; y la asimilación intelectual de los cambios científicos y tecnológicos acaecidos en el siglo XIX –como la Revolución Industrial y la explicación sobre el origen y la evolución de las especies biológicas-, cambios concurrentes a la aparición de la idea de progreso y a la interrogación filosófica sobre el valor y el lugar de la religión en la sique humana y en la sociedad, que habrán de llevar a la caducidad misma de la idea de Dios.
- La mundialización del cristianismo a partir de su adopción como religión oficial del Imperio romano. ¿Cómo fue posible? ¿Qué sucedió con los cultos subalternos y cómo la teología argumentó la imposición del monoteísmo y el primado de la Iglesia católica? ¿Cuáles fueron las secuelas económicas, sociales, políticas y culturales de tan inédita colonización?
Debido a su múltiple y huidiza trascendencia en la gestación de la Modernidad, me he detenido en uno de aquellos acontecimientos que aún sobrecogen la conciencia: el contacto entre grandes civilizaciones por completo ignoradas entre sí y la cristianización de sobrevivientes al exterminio y de sus descendencias. Algunas preguntas han guiado la inmersión: ¿sobre qué justificaciones y estrategias el Imperio español se adueñó de Latinoamérica y la colonizó?, ¿cómo eran las principales religiones vernáculas?, ¿diferían por completo del catolicismo o tenían aspectos comunes?, ¿había en ellas una cosmovisión que se moviera hacia la matemática y la geometría de los cielos?, ¿fue la desaparición su destino inexorable o persistieron metamorfoseándose?, ¿cómo el propio cristianismo y la teología se renovaron a raíz de la conquista?, ¿por qué el cristianismo subsistió a pesar de las atrocidades y de la instauración del republicanismo en América?
- La incidencia de la Reforma Protestante en la Modernidad, por cuanto: marcó el declive de la Iglesia católica; transformó el mapa geopolítico de Europa (que tras largas y encarnizadas guerras religiosas, vio nacer a los estados – nación en reemplazo de reinos y principados, el amanecer de otros imperios y la caída del Sacro Imperio Romano Germánico y del Vaticano); engendró una nueva religión cristiana, con su pléyade de iglesias protestantes, y una teología que fundamentó el cisma negando el valor de toda intermediación eclesiástica en la redención de las almas –pilar del exclusivismo católico -, catapultó la idea paulina de predestinación -determinante en la manera, tan distinta a la hispánica, con la que fueron colonizados tribus y territorios norteamericanos- y dio sustento al ejercicio honrado y laborioso de la profesión como tarea acreedora de la gracia salvífica, de señalada importancia en la formación del espíritu del capitalismo (Weber).
- De la Contrarreforma católica, concebida para frenar la expansión del protestantismo y acontecimiento de consecuencias asimismo vastas y perdurables, he sondeado no solo en la reacción eclesiástica ante la nueva astronomía, sino en el modo con el cual la Iglesia fraguó un estereotipo sobre la mujer que desencadenó, a la postre, un feminicidio masivo en nombre de Dios (la “caza de brujas”). La espeluznante y larga secuencia de vidas rotas y cercenadas coronó, si cabe decirlo, el reforzamiento del poder patriarcal menoscabado durante el Medioevo, cuando las mujeres alcanzaron una posición social menos inequitativa gracias a sus conquistas intelectuales -entre ellas, una teología femenina contestaria a la escolástica- y merced a su organización en escenarios independientes y propios de la feminidad -cenobios de monjas y beguinarios-.
En el estereotipo ha de anidar el patriarcalismo de la Ilustración, una filosofía que pretendió, vertiéndose en el Emilio rousseauniano, fundamentar la presunta inferioridad intelectual de las mujeres como una condición innata y un requisito para el funcionamiento del “contrato social”. La obra del suizo, que contenía casi un programa educativo orientado a preparar a la mujer en la asunción de los roles de ama de casa y cuidadora de los hijos (léase la función de reproductoras o, dicho sin eufemismos, de esclavas de sus maridos), asignados para ella en el “contrato”, habrá de ser criticada por la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft en un memorable ensayo escrito poco antes de la toma de la Bastilla –Vindicación de los derechos de la mujer– que cimentó el feminismo moderno.
Recuperando antecedentes de este tenor, me he enfocado en mostrar, sin pretensiones de hallazgo[6], que la narrativa androcéntrica y su elaboración misógina de la feminidad, tuvo raíces religiosas y teológicas, aunque no solo, y fue asumida en las teocracias como norma social de conducta que acabará sobreviviendo al propio integrismo e infiltrándose en la cotidianidad de la vida moderna. Y he querido subrayar, al hilo de una creciente tendencia investigativa cuarteadora de las historias monocordes, hasta ahora hegemónicas, que la resistencia a la opresión patriarcal es una constante de siglos, acaso de milenios, lo mismo que el clamor por la equidad de géneros y, superando los impedimentos, a cuál más ruin y despiadado, la contribución intelectual y artística de las mujeres al ascenso humano, inmensidad acallada. Léase entre líneas una instigación para dimitir a la masculinidad perniciosa y primitiva y a la condición de moáis que dan la espalda a la pleamar feminista, ominoso desdén. Para acoger una masculinidad vulnerable, respetuosa y edificante.
Voy al remate con unas pocas palabras sobre mi uso y valoración del término “Modernidad”. Generalmente se la concibe como un período histórico circunscrito a la Europa pos medioeval, extensivo, merced a una concesión casi que altruista, a la llamada “civilización occidental”, que incluye, a más de Europa, a sus ex colonias cuando en ellas han prevalecido aspectos fenotípicos y culturales de los antiguos imperios. Una delimitación que tributa a la alcurnia colonial, incita al resentimiento, impone límites a la aplicación política y social de lo que hubo de virtuoso en ese período, justifica a los nacionalismos autoritarios que se aglutinan sobre pasados e identidades quiméricos, “no occidentales”, y presagia su propia disipación porque a pesar de las oposiciones, estancamientos y aun de los míseros y aciagos retrocesos, la globalización cultural y la fraternidad entre diversidades humanas, impulsadas por fuerzas tan potentes como la sociedad del conocimiento, la movilidad humana o la expansión del comercio justo, pautan, en el espectro de futuribles, un rumbo promisorio hacia un orbe libre de culpabilidades, victimizaciones históricas y guerras, con fronteras e identidades líquidas, reconocido en la perpetua fugacidad de la inmanencia, como pensaba Heráclito y enarbola la Posmodernidad.
Me he aventurado en los avatares de la Modernidad como si remase en una historia y unas narrativas de incumbencia e interés para cualquier habitante del globo, por todo lo que de ellas pueda servir para comprender el carácter de las sociedades contemporáneas.
Más allá del teatro de los acontecimientos —cuya gestación obedeció, acentuémoslo otra vez, al contacto transoceánico— a la Modernidad debemos narrativas trascendentes a geografías y tiempos, de tanto nervio como el saber científico, y valores políticos con idéntico alcance y en cuyo fondo conceptual gravita, ¡suprema sabiduría!, una esencial desconfianza hacia el poder: democracia representativa asociada con independencia y contrapeso de poderes, alternancia del mandato, estado de derecho, reconocimiento de la otredad, libertad de pensamiento y expresión, derechos humanos y ciudadanía, laicismo, secularización y ética laica; principios en los cuales sopla el viento de popa de la humanidad rebelde, emergido en las luchas anti esclavistas y reafirmado en las insurrecciones contra autocracias, señoríos, integrismos y colonialismos. Quiere esto decir que cualquier sociedad del planeta puede llegar a vivir su propia Modernidad política y puede perderla bajo la acción de fuerzas centrípetas hostiles a la misma. Ella es, por otra parte, plataforma irrecusable para la sostenibilidad de las nuevas agendas ambientales, sociales, de género y culturales.
Me he aventurado, pues, en los avatares de la Modernidad como si remase en una historia y unas narrativas de incumbencia e interés para cualquier habitante del globo, por todo lo que de ellas pueda servir para comprender el carácter de las sociedades contemporáneas y la textura física y biológica del mundo que habitamos. Evitando, por consiguiente, los viscerales refugios del nacionalismo filosófico -arrogancias y animosidades que amurallan a la filosofía helénica y a su heredera moderna y las asimilan bajo el signo beligerante de las identidades- y acogiendo al “pensamiento occidental”, lo mismo que a los “no occidentales”, cual luces flotantes en la constelación de culturas, según la cadencia ecuménica que los precursores de la Antigüedad Clásica imprimieron en su fértil invención: el modo filosófico de pensar, un trasvase a las humanidades griegas, como lo sería a su desgaje, la ciencia, de la sobriedad y la índole abstractiva del saber matemático y astronómico que aquellos habían aprendido de los sacerdotes en los templos egipcios cercanos al Nilo.
Vocación cosmopolita que persistirá al lado del tribalismo religioso de origen levantino, a veces confundiéndose con este, en la filosofía medioeval y moderna gracias a su natal vínculo con el intelecto griego y a la influencia ejercida sobre ella por el pensamiento árabe, a su vez depositario de sabiduría persa, helénica, egipcia, romana, india y china. De hecho, todos los núcleos gravitantes de las grandes culturas clásicas, desde las ciudades – estado griegas y Alejandría a Gundeshapur, Bagdad, Córdoba o Chichen Itzá, al otro lado del Atlántico, fueron estuario y sincretismo de saberes, reverberaciones de lo mejor de la experiencia síquica humana. Y también hubo, a más amplia escala y en los bordes del paisaje humano devastado (gloso a Hannah Arendt[7]), amalgama civilizatoria en la forja de la Europa moderna, salvo que en su caso las materias constructivas provenían de casi todo el mundo.
En su irrepetible proceso formativo, la Modernidad, dicho al terminar, no fue tierra de Jauja, con árboles de tocino y ríos de miel. Su itinerario intelectual y político se asemeja más bien al siglo XVIII dickensiano: el peor y el mejor de los tiempos, la edad de la locura y de la sabiduría, de las creencias y de la incredulidad, de las tinieblas y de la luz, de la desesperación invernal y de la esperanza primaveral.
El autor.
[1] La historia del “luterano de Riobamba” ha sido contada en: Mejía, Juan Carlos: Riobamba: del luterano al terremoto, Pedagógica Freire, Riobamba, 1998.
[2] “Por integrismo entendemos –ha aclarado Umberto Eco– una posición religiosa y política, a la vez, que persigue hacer de ciertos principios religiosos un modelo de vida política y la fuente de las leyes del Estado” (en: La intolerancia, Ediciones Granica, Barcelona, 2002, p. 16). Al integrismo se opone el laicismo, régimen político dentro del cual las iglesias han dejado de imponer o referenciar sus doctrinas en la organización política y jurídica de un Estado, que garantiza la libertad de culto, y aquellas quedan, por lo mismo, circunscritas al ámbito privado. El laicismo forma parte, a su vez, de un proceso más amplio, denominado secularización, donde los distintos aspectos de la vida humana se emancipan de las determinaciones confesionales, incluyendo moral, cultura y ciencia.
En lo que hoy es Ecuador, el Estado integrista se constituyó a inicios de la época colonial y se mantuvo a lo largo de ella. La revolución independentista y la posterior fundación de la República, con todo y las profundas transformaciones que implicaron, no fueron del alcance suficiente como para cuestionarlo y menos eliminarlo. A partir de 1830, las constituciones políticas otorgarán a la religión católica el rango de oficial, bien sea bajo la figura inicial del “patronato” -donde el Presidente de la República era la autoridad administrativa de la Iglesia- o del “concordato” -que devolviera, bajo la presidencia de García Moreno, dicha autoridad al Vaticano-. Hubo que esperar a la revolución alfarista de 1895 para que el Estado laico se constituyera en el país.
[3] Solo por Hesíodo sabemos de las treinta mil deidades que gobernaban el mundo de los paganos de su época.
[4] Para construir el imaginario autorretrato, he usado la biografía de Spinoza y el estudio sobre su obra elaborados por tres autores: Vidal Peña, en su Introducción a la Ética demostrada según el orden geométrico (Editora Nacional, Madrid, 1980); Atilano Domínguez en su Introducción al Tratado teológico-político (Alianza Editorial, Madrid, 2008); Antonio Damasio en su En busca de Spinoza (Ediciones Destino, Colección Booket, Barcelona, 2014). He usado, también, el ensayo de Antonio Rivera García: Uriel da Costa: marranismo y modernidad (Biblioteca Saavedro Fajardo de Pensamiento Político Hispano, PDF). Más las dos obras mencionadas del propio Spinoza y su Tratado de la reforma del entendimiento. Por su carácter imaginario, la breve semblanza expresa positivamente, como hechos, aspectos conjeturales de la vida de Spinoza, tales como: la muy probable influencia de Uriel da Costa, Lucrecio Caro o Giordano Bruno en la configuración de su pensamiento, o el contenido de la conversación con Leibniz, que le visitó poco antes de su muerte.
[5] El término “teología” fue introducido originalmente por Platón, en La república, para aludir a la comprensión racional de Dios.
[6] Así por ejemplo, la escritora Katharine Rogers afirma, en su obra El problemático ayudante, que el fundamento de la misoginia cristiana reposa en las epístolas de San Pablo.
[7] «Desde tiempos de Homero los grandes relatos han seguido las huellas de las grandes guerras, y los grandes narradores han emergido de ciudades destruidas y paisajes devastados» (Arendt, Hannah: Our Foreign Language Grups, The Chicago Jewish Forum, No. 1, 1944).