sábado, noviembre 8, 2025

El nacimiento de la diosa secreta (Una biografía de Dios)

La metamorfosis divina es el título original que presentamos a nuestros lectores. Este ensayo de José Murgueytio, sociólogo, filósofo y catedrático, trata sobre la manera en que Dios ha sido concebido por filósofos y teólogos desde la Antigüedad Clásica a la Modernidad. Este libro será entregado por capítulos, en una nueva oferta decimonónica de este medio para aportar a la reflexión y al conocimiento. En este capítulo: El nacimiento de la diosa secreta: claves de la Antigüedad Clásica.

Por: José Murgueytio Martínez

Enfoque holístico del universo

El germinal pensamiento filosófico de la antigua Grecia, aparecido en la Escuela de Mileto[1] o Jónica como algunos prefieren llamarla, representa el primer intento sistemático de comprensión racionalista de la naturaleza, alejado de las leyendas y mitologías religiosas por entonces veneradas, particularmente aquellas que Homero y Hesíodo comunicaron en sus célebres escritos[2]. Si bien algunas de las más descollantes reflexiones jónicas no diferían, en su contenido, de las elaboradas por los pensadores místicos de Oriente, la filosofía de esta parte del mundo estuvo más cercana a las ideas religiosas, aunque tampoco del todo.

Ese intento tuvo una notable y audaz peculiaridad. No pretendía entender los objetos y fenómenos naturales tal como estos se revelan a los sentidos, que es lo propio del “realismo ingenuo” -la expresión es de B. Russell-. Buscaba penetrar las evidencias sin renunciar a las mismas, más bien consultándolas a través de su registro y el uso de instrumentos de investigación, para llegar por vía del intelecto a la esencia de la naturaleza, conformada por aquello que había de necesario en el desarrollo de los acontecimientos naturales, que los jónicos llamaron physis. Regularidad y cognoscibilidad de la naturaleza fueron los ejes conceptuales de esta escuela. Así pudo Tales (625–546 a.C.), su fundador, hacer la primera predicción de un eclipse de sol (acaecido en 585 a.C.), basándose en los catálogos astronómicos consignados en las tablillas babilónicas. Y su discípulo Anaximandro (610–547 a.C.) inventó el gnomon[3] para determinar las fechas de solsticios, equinoccios y el cambio de estaciones; elaboró un mapa de la Tierra y escribió sobre las “estrellas fijas”.

La physis, palabra griega de la cual derivará el término “física” con el que designamos la ciencia que estudia la composición y comportamiento de la materia, no tenía empero este significado o, mejor, lo tenía pero de una manera mucho más amplia y comprensiva. Para los milesios la physis era materia viva, en la cual no había ni cabía distinción entre lo inerte y lo biológico. Por eso fueron llamados hilozoístas, otro vocablo griego que significa “naturaleza animada”. Una evidencia de la animación universal encontró Tales en la invisible propiedad atractiva de la magnetita, de la cual se asevera que fue su descubridor.

En el pensamiento jónico, lo unitario y regular de la naturaleza estaba garantizado por la existencia, en ella, de un principio activo, un ingrediente conservado desde el origen de la physis, si tuvo alguno, en el ser de todas las cosas en calidad de ladrillo constructivo fundamental. Fue denominado arjé. Tales creía que el arjé es el agua (un micelio de liquidez, como podría haberlo llamado Zygmunt Bauman…). Anaximandro sostuvo que no es ninguna de las cosas conocidas, no es propiamente un elemento material, porque si lo fuera habría terminado por imponerse a las demás; debía por ello ser indefinido, con el significado de infinito: lo llamó ápeiron y le dio un carácter de generador de los cielos y los mundos. Y Anaxímenes (590–524 a.C.), alumno de Anaximandro y el tercero de los pensadores jónicos, dijo que es el aire, sustancia infinita, aunque finitas son las cosas que de ella se engendran; del “aire cósmico” afirmó que es el Pneuma o ánima del universo y le otorgó un carácter eterno y divino, siendo por ello el primer pensador que habló filosóficamente de una deidad difundida en el cosmos.

V

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Después de Anaxímenes, Heráclito de Éfeso[4] escogió el fuego y Empédocles (495–430 a.C.) ofreció una visión pluralista del arjé, al hablar de agua, aire, fuego y tierra. Si a este conjunto añadimos el éter[5], tenemos los cinco elementos físicos que ya habían sido identificados por la antigua escuela filosófica india Vaisesika[6], en el Siglo VI a.C, que los vio constituidos, a su vez, de partículas elementales denominadas “anu” (el equivalente de los “átomos” griegos), cien años antes de Leucipo[7].

La aparición de la mirada analítico – atomista en la India antigua estuvo precedida, como en Grecia, de una convicción, en su caso culturalmente muy aclimatada, sobre la unidad básica del mundo y la existencia de un poder gobernante de la naturaleza. En realidad fue una idea surgida en el seno de varias religiones politeístas, dentro de las cuales la pluralidad de dioses, cuya protección se invocaba en busca de fertilidad agrícola, de salud o de fortuna, convivía con la creencia en ese todo poder que subordinaba a las propias deidades y frente al cual no tenían ningún efecto las plegarias y sacrificios humanos ni las mediaciones deíficas. En la religión hinduista se denomina Brahman; en el budismo, admitiendo su herencia hinduista, es Dharmakaya, aunque también se lo conoce como Talhala o Eseidad; en el taoísmo, es el Tao[8], Kinh entre los mayas. Y en el panteón griego, Zeus, Poseidón, Hades y los demás dioses estaban sometidos, como la humanidad entera, a las determinaciones ineluctables de la Moira, el destino, que gobierna despiadadamente sobre todo. Un giro completo de esta visión solo acaecerá al emerger el monoteísmo judío que hará del dios único, un creador y un controlador de ese todo poder natural.

Retornando al pensamiento griego, el enfoque unitario de la naturaleza fue plasmado por Jenófanes de Colofón (575 – 470 a.C., aproximadamente)[9] en la idea de que el universo es un ente único, no engendrado y eterno, semejante en todas sus partes, limitado y esférico, al cual denominó con el vocablo “Dios”. De esta imagen se servirá Parménides (530 – 470 a.C.) para elaborar su ontología, razón que llevó a Aristóteles a ver en Jenófanes el maestro de aquel.

Conservando el fervor naturalista propio de los jónicos, Parménides llevará a su extremo el menosprecio pitagórico hacia la percepción sensorial[10], dando así origen a la escuela eleática[11]. Pues si en Pitágoras hubo lugar para el conocimiento de la multiplicidad fenoménica a través de la matemática, Parménides negará esta vía por parecerle que el mundo de la pluralidad y el cambio es por completo aparencial e ilusorio, un embeleco de los sentidos. Su imagen del mundo, presentada en su célebre poema Sobre la naturaleza, corresponde a la de un Ser único y compacto, extraño y autocontenido como el Aleph que Borges contempló en un sótano de la calle Garay o como el collar de perlas de Indra, cada una de las cuales refleja a las demás y al reflejo de todos los reflejos. Sin origen ni fin, indivisible, homogéneo, invariable e indestructible[12], idéntico en todas las direcciones, ni mayor ni menor que cualquiera de sus partes e inconmensurable. Es inmóvil puesto que fuera del Ser no hay nada (pensar en el no Ser le parecía una negación del conocimiento) y en consecuencia carece de espacio en el cual desplazarse; pero tampoco posee movimiento interno por ser continuo[13]. Es eterno y su eternidad significa que existe intemporalmente, en un presente perpetuo, idea precursora del universo newtoniano, donde las leyes físicas son idénticas en el pasado y el futuro y donde existe simultaneidad absoluta[14].

El dios “tal como es”, no fabricado, es único y eterno. Su ser es la totalidad de lo existente, aunque puede adoptar diversas formas, al igual que el fuego.

En su reflexión con resonancia cosmológica, la mente solo es concebible dentro del Ser, pues no puede haber pensamiento de lo que no es. Y toda vez que el Ser es Uno, Parménides situará a la mente y la materia como su atributo indiferenciado: “es una y misma cosa el pensar y aquello por lo que hay pensamiento”[15], en reemplazo, o, si se prefiere, en desglose sin separación, de la naturaleza animada de los milesios.

Pero la contribución filosófica más importante del eleata fue, a mi parecer, la suspensión del tiempo[16], con la cual inaugura el enfoque que hace de este, objeto opinable, superando así una milenaria y absorbente inercia cultural: el primado inconsciente de una sola idea del tiempo: el cíclico, altar de la repetición, derivado de las prácticas agrícolas orientadas por el calendario astronómico. Parménides esbozó, con la verdad del contador de historias, el primer modelo cosmológico en el cual el tiempo tiene valor de categoría gnoseológica. Así nos legó un criterio que se revelará fecundo, desde la metafísica platónica y aristotélica hasta la teoría de la relatividad y que, por otra parte, arraigará en la teología a la hora de caracterizar los atributos de Dios.

Dioses religiosos y diosa secreta

Ahora observemos que el sentido de lo divino adjudicado al conjunto materia–mente estuvo, en la filosofía antigua, paladinamente diferenciado de la divinidad atribuida a los dioses religiosos. Fue Jenófanes el primer pensador que marcó la distancia con nitidez. Advirtiendo que los dioses griegos recibieron de Homero y Hesíodo tanto “… sus nombres, honores y funciones”, como la descripción de “los aspectos con que se manifestaban” y la asignación de “…todo cuanto es vergüenza e injuria entre los hombres: robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros[17], concluyó que “los mortales creen que los dioses han nacido y que tienen vestido, voz y figura como ellos[18]. Fue, pues, quien identificó en la figuración antropomórfica, pautada según características culturales y aun fenotípicas de las poblaciones humanas, el rasgo característico de los dioses religiosos y, por lo tanto, el hecho de que son obra de la imaginación acotada según las circunstancias de tiempo y lugar. A ellos contrastó el dios increado y único, igual al universo, que “…ni en figura ni en pensamiento es semejante a los mortales[19].

Fue, en esencia, el mismo criterio de Heráclito, quien, reflexionando sobre las inconsistencias morales de los fanáticos religiosos, escribió: “En vano se purifican si se ensucian con sangre, como si uno que hubiera andado entre el barro quisiera lavar sus pies con barro. Cualquiera que lo viera haciendo esto, lo consideraría necio. Y ellos oran a imágenes de dioses, como si alguien pudiera conversar con cosas fabricadas, pues no conocen a los dioses y héroes tal como son[20]. El dios “tal como es”, no fabricado, es único y eterno. Su ser es la totalidad de lo existente, aunque puede adoptar diversas formas, al igual que el fuego.

La idea remite de inmediato al pensamiento oriental que sin cuestionar las creencias ni levantar muros aislantes del mundo religioso, también distinguió los dioses mitológicos de la divinidad conformada por la realidad última y esencial, todo presente, invisible y mistérica, aunque en su caso no la hubiera designado con el término “Dios”. En la Vedanta, la más intelectual de las escuelas hinduistas, Brahman es concebido de manera impersonal y carente de materialidad[21], el mismo significado metafísico y abstracto que el budismo Mahayana concede al sustrato primordial del universo, llamándolo con el vocablo Eseidad, emocionalmente aséptico y alejado de toda representación.

En la misma época en que Jenófanes y luego Heráclito reflexionaban sobre el tema en alusión, Lao Tse, el fundador de la filosofía taoísta había escrito en el Tao Te Ching[22]: “El tao que puede ser expresado, no es el Tao perpetuo… Sin nombre, es Principio del Cielo y de la Tierra, y con nombre, la Madre de los diez mil seres[23], pensamiento en el cual la figuración antropomórfica puede considerarse un caso particular de lo “expresable”. Volveré más adelante sobre el sentido de la crítica laotseana a lo “expresable”.

Es imposible no reconocer en las grandes religiones monoteístas poderosas constelaciones de poder meta estatales y totalitarias, erigidas sobre acaudalados negocios transnacionales y establecidas alrededor de la cultura de lo sagrado y de la ilusión de inmortalidad.

Sin embargo de que esta distinción entre los dioses religiosos y el todo poder natural (al cual denomino “diosa secreta” a sabiendas de que el vocablo “dios” está transido de connotación religiosa, aunque también podríamos llamarla Tao o Kinh…), es un temprano establecimiento en la filosofía, con posterioridad no se volverá a encontrar, hasta la obra de Spinoza, el nítido criterio diferenciador enunciado por Jenófanes: que la diosa secreta (dicho en mis palabras) no debe pensarse como una extensión de lo humano, característica de la representación confesional. Lo que en esta materia de reflexiones se observa dentro de la historia de la filosofía son sincretismos filosófico–religiosos[24]; de hecho, una dominante vertiente de la metafísica adoptará la visión hebraica de la divinidad, poniendo al servicio de una creencia cuanto de empeño racionalizador y de construcción de encadenamientos lógicos pueda endilgarse como glorioso mérito del pensamiento filosófico.

En ese sincretismo se constata el peso gravitante de la cultura religiosa, del que es difícil sustraerse aun siendo filósofo (por Alan Turing sabemos que es más fácil descifrar un código secreto que un prejuicio); y en el enrarecimiento de la crítica a la religión, quizás primase una actitud de autocensura ante la consecuencia personalizada de las tensiones originadas en esa crítica, bien pronto puesta de manifiesto en la condena a muerte de Sócrates, a quien se inculpó, entre otros cargos, de “impiedad” a los dioses porque rechazaba creer que los astros del firmamento son divinidades tutelares, como suponía el pensamiento dominante en la época.

Y puede ser explicado de esta manera, debido a que las religiones son bastante más que creencias y ritos[25] o, para decirlo de otro modo, esas creencias y ritos existen en formas organizativas que los comprenden y sobrepasan[26]. Al uso de la historia y de la actualidad, es imposible no reconocer, en las grandes religiones monoteístas, poderosas constelaciones de poder meta estatales y totalitarias que erigidas sobre acaudalados negocios transnacionales y establecidas alrededor de la cultura de lo sagrado y de la ilusión de inmortalidad –fuente de su legitimidad y elevada estabilidad-, trascienden los estados–nación, pueden fusionarse con estos, convirtiéndose en teocracias, o pueden mantenerse, a la sombra de las sociedades secularizadas, como autoridad espiritual con incidencia en la vida privada y no pocas veces en la pública.

La imagen del Dios monoteísta de Occidente nos afecta –dice Alan Whatts– porque es política. El título ‘Rey de reyes’ y ‘Señor de señores’ es el título de los emperadores de la antigua Persia. Nuestra imagen de Dios está basada en los faraones, en los grandes gobernantes caldeos y en los reyes de Persia; es la imagen de un gobernador político y señor del Universo, que guarda el orden y lo gobierna, hablando metafóricamente desde arriba[27].

Lo afirmado no es hallazgo reciente. Transcribo, a manera de ejemplo, y por la relevancia del autor, la siguiente nota de Isaac Newton: “Pocock deriva el latín dei del árabe du… que significa señor. Y en este sentido se llaman los príncipes dioses, como en Salmos 1xxxii y Juan X. Y Moisés es llamado dios por su hermano Aarón y por el Faraón (Éxodo IV y VII). Y en el mismo sentido los paganos llamaban dioses a las almas de príncipes muertos…[28].

La maldición de Epicuro

Como bien se sabe, a los dioses del panteón griego se les asignaba, en los relatos donde acampaban, no solo poderes específicos sino comportamientos alineados indistintamente con la compasión o la maldad, el centro de la crítica jenofánica. La cuestión relacionada con la amplitud de los poderes de los dioses, del carácter de sus conductas y de si cabía imaginar una deidad que pudiera reunir todos los poderes y fuera, además, solo bondadoso, es decir omnibenevolente y omnipotente a un mismo tiempo, fue al parecer discutida en la isla de Samos alrededor del año 300 a. J. El filósofo Epicuro (341 – 270 a.C.), de quien se sabe más por su célebre Carta a Meneceo donde demostró el sinsentido del miedo a la muerte, ofreció una respuesta formulada como paradoja que habrá de convertirse en un foco de interés filosófico en los siguientes milenios y en un tema central de la teología debido a la indomable potencia desacralizante de su sencillo argumento. No existe certeza de que fuera él quien la elaborara, puesto que la mayor parte de su obra se extravió y no conocemos de sus ideas más que a través de Lucrecio y de cartas y fragmentos publicados por Diógenes Laercio –las Máximas capitales-, pero diversas fuentes le atribuyeron la autoría, la más conocida de las cuales (y la que, además, preservó, o quién sabe si configuró, la forma con que ha llegado a nuestros días), fue la alusión escrita, con afán de contradecirla, por el apologista cristiano que se dedicó a rebatir la idea de esfericidad de la Tierra y a aconsejar al emperador Constantino I, Lucio Lactancio.

Dios
Busto de Epicuro (Metropolitan Museum of Art)

La paradoja de Epicuro marca el inicio de un fecundo género filosófico: el examen de las ideas religiosas a la luz del razonamiento lógico. Al hacerlo, el autor sámico puso en duda la intangibilidad casi obligante de las mismas, derivada de la opinión sobre su origen divino, desafió la autoridad de los sanedrines en materia doctrinaria y alentó la reacción tanto del pensamiento religioso, que empezaría a usar, tiempo después, la lógica para explicar y desarrollar los cánones sagrados, así como las réplicas consecuentes hechas desde la propia filosofía. Doble dinámica del pensar que coparía grandes espacios de las preocupaciones intelectuales medievales y modernas. En cierta forma, pues, Epicuro incitó el progreso de la teología, pero también de la crítica a la misma.

Cuando el filósofo planteó la paradoja faltaban como tres siglos para el nacimiento de Jesús. Es curioso, sin embargo, que fuera el cristianismo la religión que más se empeñara en responderla desde la pluma de los más eminentes teólogos católicos y protestantes, circunstancia justificada en una razón histórica y en una de carácter doctrinario.

La paradoja de Epicuro marca el inicio de un fecundo género filosófico: el examen de las ideas religiosas a la luz del razonamiento lógico. Al hacerlo, el autor sámico puso en duda la intangibilidad casi obligante de las mismas.

Histórica, en cuanto el hebraísmo se configuró adoptando tradiciones religiosas mesopotámicas y egipcias en las cuales ya estaba presente la interrogación que subyace en el análisis epicúreo[29], a saber: ¿cómo es posible que un dios benéfico y justo permita la existencia del mal, vale decir el sufrimiento de personas inocentes, irrogado bien de manera intencionada, bien fortuitamente? Y doctrinaria porque la paradoja muestra la inconsistencia de atribuir a Dios la posesión simultánea de dos cualidades primordiales, la omnipotencia[30] y la omnibenevolencia, al ser contrastada con la realidad del mal. No es un argumento que objeta la existencia de Dios, pero sí la de una divinidad poseedora de ambas virtudes.

La contrastación es lo decisivo en la reflexión epicúrea. El ejercicio de crítica es detonado por la evidencia que cuestiona la verdad del dogma. Toda vez que el mal existe, afirma, Dios no puede ser omnipotente y omnibenevolente al mismo tiempo. Pues, si por todopoderoso puede evitar el mal y no lo hace, entonces no es todobondadoso. Si por todobondadoso quiere evitar el mal y no puede, entonces no es todopoderoso. Y si no quiere ni puede, no es omnipotente ni omnibenevolente.

La contradicción intentó ser salvada, entre otros, por San Agustín de Hipona, Santo Tomás de Aquino y Leibniz, quien denominó “teodicea” al análisis del problema de la realidad del mal frente a la pregonada bondad de Dios. Ante la falta de éxito de las tentativas, se diría que efecto de una genuina maldición, el filósofo judío Hans Jonas escribió no hace mucho que la única alternativa que le queda al creyente deseoso de preservar su fe es renunciar a la idea del dios omnipotente. Incluso en el ámbito eclesiástico, al aludir al problema no se tiende a ir más lejos del clamor bíblico de Job, hombre virtuoso y temeroso de Dios que tras vivir meses de calamidad le pregunta “¿por qué me pones por blanco tuyo?” pero sin renegar de su fe. Parecida interrogante, la misma actitud e idéntico silencio por respuesta, la del papa Ratzinger al visitar en 2006 Auschwitz y Birkenau: “¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”.  

 

[1] Mileto era una antigua ciudad situada en la costa occidental de Asia Menor, actual Turquía.

[2] Del pensamiento de los pensadores jónicos, como del de los pitagóricos y de los atomistas, se sabe no por la certeza de sus escritos, que han desaparecido, sino sobre lo que sabían de estos varios filósofos posteriores (principalmente Platón y Aristóteles). Así, en su caso es muy difícil, si no imposible, determinar lo cierto de lo legendario. Como también lo es en el del propio Homero, empezando por su existencia.

[3] El gnomon es una pequeña pieza de madera cuya sombra se proyecta sobre una escala para medir el paso de las horas.

[4] Diógenes Laercio ha escrito que Heráclito publicó un libro llamado De la naturaleza, dividido en tres secciones, que habrían tratado sobre el universo, la política y la teología, respectivamente. Sin embargo, de él se conservan escritos fragmentarios, a manera de aforismos, cuya autenticidad, al menos en lo que respecta a unos cuantos, ha sido puesta en duda. No existe otra fuente de consulta de su pensamiento.

[5] La idea india de éter, el elemento más sutil que todo lo penetra, ya presente en Heráclito, fue adoptada en la física aristotélica como elemento material del mundo supralunar, mientras que entre las creencias religiosas de la época, constaba como una sustancia brillante y ligera que respiran los dioses, de la misma manera que los humanos, el pesado aire.

[6] Al filósofo Kanada se le atribuye el Vaisesikasutra, el escrito más importante de la escuela. Junto con Pakhuda, fueron los primeros en postular la idea atomista.

[7] Se sabe muy poco sobre la vida de este personaje. Se ha llegado, incluso, a pensar que fue una invención de Demócrito.

[8] Recojo la opinión expresada por Capra, Fritjof: El tao de la física, Editorial Sirio S.A., Barcelona, 2007, p.178.

[9] Algunos importantes historiadores de la filosofía, entre ellos John Burnet, Harold Cherniss  y B. Russell demeritan la calidad de filósofo atribuida a Jenófanes. Del pensamiento de Jenófanes se sabe por las citas que de él hicieron Aristóteles, Diógenes Laercio, Teodoro de Cirene, Teofrasto, Aulo Gelio, Hipólito, Sexto Empírico y Clemente de Alejandría.

[10] Pitágoras propuso una organización de la mente en dos ámbitos separados y contrapuestos, proposición solo comparable con la empresa sicoanalítica en cuanto a su enfoque de estructura mental y por la enorme influencia que ejerció: la esfera del pensamiento puro que alcanza su cenit en la matemática y que permite mostrar la realidad en su esencia; y el dominio de la opinión, basado en la percepción sensorial, que en cambio la escamotea y oscurece. De esta exaltación de la razón y simultáneo desprecio de lo sensible, surgirá una ligazón teológica de la razón con lo divino, sobrenatural y eterno y una ética que pondera el cultivo del intelecto como virtud suprema y como forma de contacto con la deidad, tan característica de gran parte del pensamiento griego.

Así, Pitágoras fundó una dicotomía en la esfera mental, entre percepción y razón, que apuntalará el dualismo cuerpo – mente de Sócrates, Platón y, muchos siglos después, de Descartes. El extraordinario avance en la concientización sobre la existencia del mundo mental, que debemos a Pitágoras, tuvo no obstante una calamitosa contrapartida en la devaluación y menosprecio de los sentidos como fuente de conocimiento, que lentificará el desarrollo científico iniciado en Jonia hasta el surgimiento de la ciencia moderna y el empirismo.

[11] La escuela eleática empieza con Parménides y de ella formaron parte Zenón y Meliso, a quienes Platón llamó “linaje eleático” (en El Sofista).

[12] La indestructibilidad de la materia, que no la inexistencia del cambio, fue la idea más influyente de Parménides a lo largo de más de dos mil años. Finalmente fue desechada al descubrirse la desintegración de los átomos.

[13] Tanto los pitagóricos como los atomistas consideraban la idea de espacio vacío como necesaria para explicar el movimiento. Por eso es que Platón consideró, en el Teeteto, que los eleatas negaban el movimiento porque el Uno carecía de lugar en el cual moverse.

[14] La simultaneidad absoluta implica que el presente de un habitante de la Tierra es el mismo presente que el de un habitante de un planeta perteneciente a una remota galaxia, o cualquier otro, y presupone que la velocidad de la luz es instantánea, pues solo siéndolo puede portar la información para sincronizar los relojes separados por enormes distancias.

[15] Parménides: Sobre la naturaleza, Ediciones Orbis S.A., Buenos Aires, 1984, p. 54.

[16] La idea parmenideana que atribuye al Ser un presente perpetuo, directamente conectada con su carácter continuo y compacto, sin lugar para el movimiento, implica la suspensión del tiempo si lo consideramos como un flujo del pasado al futuro, porque el presente, si fluye, deja de ser

[17]Jenófanes: Crítica a Homero, Hesíodo y sus enseñanzas místicas, Ob. cit., p. 291.

[18]Ibíd., p. 292. En cuanto al aspecto exterior de las divinidades religiosas, Jenófanes escribió, en el mismo texto: “… los etíopes (dicen que sus dioses son) de nariz chata y negros; los tracios, que (tienen) ojos azules y pelo rojizo” (p. 291).

[19] Ibíd., p. 281.

[20] Heráclito: Fragmentos, Ediciones Orbis S. A., Barcelona, 1983, pp. 196, 197.

[21] Adi Shankara (788-820), a quien se considera uno de los más importantes filósofos de la India y a quien se atribuye el restablecimiento de la religión védica en un tiempo de incertidumbre y caos doctrinario, sostenía que la variedad del mundo dado a la experiencia es ilusoria y que Brahman es la realidad única, última y auténtica.

[22] No se puede asegurar que Lao Tse existiera y tampoco que él fuera, si existió, el autor del Tao Te Ching o si este es una compilación de escritos de varios autores. Según Szu Ma Chʼien (163 – 85 a.C.), el gran historiador de la China Antigua, Lao Tse habría sido contemporáneo de Confucio (551 – 459 a.C.) y bibliotecario de los archivos imperiales de los Chou.

[23] Lao tse: Tao Te Ching, Ediciones Orbis S.A., Barcelona, 1984, pp. 97, 98.

[24] A la aplicación del método de argumentación racional y lógica propio de la filosofía en las reflexiones de índole religioso, podemos llamar “teología”. Platón usó por primera vez el término en La República, para referirse a la comprensión de la naturaleza divina por medio de la razón.

[25] A manera de ejemplo del reduccionismo que ve en las religiones poco menos que refugios de la espiritualidad, véase la siguiente definición de Émile Durheim: “Una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas, es decir, separadas, interdictivas, creencias a todos aquellos que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que adhieren a ellas” (Durkheim, Emile: Las formas elementales de la vida religiosa, Colofón S.A., México DF, p. 66, versión PDF).

[26] El término “Iglesia” es apropiado para referirse a esta dimensión organizativa de las religiones, en el caso del cristianismo, pero no en el islamismo, donde no hay institucionalidades eclesiásticas propiamente dichas.

[27] Whatts, Alan: El camino de la liberación, versión PDF libre. p. 52.

[28] Newton, Isaac: Principios matemáticos de la Filosofía natural, Editorial Tecnos, S.A., Madrid, 1987, p. 619.

[29] Por ejemplo, en el poema acadio Ludlul bel nemequi (Alabaré al señor de sabiduría), escrito entre los siglos XIV y XII a.C., a cuyo protagonista se le conoce como el “Job mesopotámico”; o en el relato egipcio El campesino elocuente, que data del siglo XIV a.C.

[30] Si Dios lo puede todo, ¿podría dejar de existir o existir y no existir al mismo tiempo?, ¿podría crear un objeto tan pesado que ni Él pudiera levantarlo? Paradojas de la omnipotencia…

José Murgueytio Martínez

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